Faltan coches eléctricos en el momento que más los necesitamos, en plena crisis del petróleo
8 min. lectura
Publicado: 16/03/2022 10:59
La historia en ocasiones es cíclica y se vuelven a vivir hechos pasados pero con algunos matices más modernos. Ahora mismo vivimos una situación parecida a la de los años 70, un amargo despertar de sueños de abundancia y energía asequible para todos, la Guerra Fría con Rusia se ha vuelto a poner de moda, crisis económica, y la industria del automóvil en proceso de reinventarse. Estamos viviendo una nueva crisis del petróleo -y del gas-.
Parecería el momento histórico más adecuado para que los coches eléctricos sean parte masiva de las ventas en el mundo desarrollado, pero eso simplemente no es posible. No habíamos terminado de salir de la crisis de los suministros derivada de la crisis sanitaria que empezó en China a principios de 2020. Mientras creemos dejar al COVID en el retrovisor, los chinos vuelven a confinamientos masivos de decenas de millones de personas por nuevos brotes de Ómicron. La normalidad no termina de llegar.
Las fábricas de automóviles no pueden fabricar todos los coches que demandan sus clientes, ni eléctricos ni térmicos. Los proveedores se ven incapaces de servir todos los pedidos por encarecimiento o ruptura de suministro de las materias primas, interrupciones en sus propias fábricas, en el caso de Ucrania por haber una guerra, una demanda históricamente alta de microchips y semiconductores, etc.
Todo esto nos lleva a un círculo vicioso en el que la cadena logística tiene constantes interrupciones, y como no se ponen en la calle los coches que hacen falta, se traslada la presión a los modelos usados de cualquier edad, ya que el efecto se propaga en forma de ola desde los seminuevos hasta chatarrillas que se tienen que seguir manteniendo por falta de alternativas y de presupuesto.
Como los fabricantes están obligados a vender menos coches, sacan todo el beneficio posible a cada uno, por lo que hay menos descuentos y menos ofertas, la competencia es menos perceptible, y el consumidor se ve abocado a pagar precios más altos -eso, el que puede-. Hay fabricantes que pueden subir los precios dos veces en corto espacio de tiempo, véase Tesla, por los altos precios de las materias primas.
De no existir esta falta de coches, más consumidores podrían estar haciendo el corte de mangas a dictadorzuelos de países lejanos que nos estaban vendiendo su petróleo, y dejar de ser sus rehenes. Ya van 50 años de estar sometidos a vaivenes en el precio de la energía y de que los sueños de independencia energética se hagan más nítidos. Al menos, esta vez la tecnología está mucho más madura.
En los años 70 apenas había oferta comercial de coches eléctricos, y los que había eran exclusivamente para moverse por ciudades, a muy corta distancia, y con grandes sacrificios en términos de confort y usabilidad. Desde ahí hasta mediados de los 90 su desarrollo tecnológico fue muy escaso, muy lento, y pocos particulares disfrutaron de ellos. Les faltaba mucho camino por recorrer.
En 2022 la situación es radicalmente diferente, la oferta de coches elécrticos abarca desde algunos modelos del segmento A hasta berlinas de prestigio dignas del segmento F, van llegando alternativas a deportivos, todoterrenos, vehículos industriales ligeros y pesados, autobuses y otro tipo de vehículos como trenes, barcos y algún que otro avión.
Las fábricas no producen todo lo que podrían producir, cierto, pero la tecnología está mucho más desarrollada, viene un tsunami en avances de cualquier tipo (baterías, sistemas de recarga, soluciones digitales…) y se está poniendo en marcha una industria que tendrá más inercia que un portaaviones nuclear cuando coja velocidad. En los 70 no había ni oferta ni apenas tecnología.
¿Desperdician los fabricantes una ocasión histórica?
Diría que no, sin suministros no pueden producir más, y los grandes cambios no se hacen de la noche a la mañana; ¿alguien ha dicho Volkswagen? Podrían haber hecho los deberes hace tiempo, como hizo Tesla, pero ni Rappel habría podido predecir tantas catástrofes en un tiempo tan corto, como para poder haber podido preverlo. No hay que subestimar el poder de la suerte sobre el de la previsión.
Esta década supone el punto de inflexión definitivo, sin vuelta atrás, entre el automóvil tradicional y el eléctrico, incluyéndose en este grupo lo relativo a pilas de combustible, de hidrógeno, de etanol o de metanol. También es el inicio de la despedida definitiva del petróleo y la puesta en marcha de alternativas para ir reduciendo su dependencia sin ya retorno. Los dictadores empiezan a mirar la prestación por desempleo -o deberían irlo mirando- según se desenganchen Norteamérica, Europa, China… de las energías fósiles.
Pero también se aprecian transformaciones industriales de calado, como involucionar en cadenas logísticas transatlánticas, volver a traer producción de materias primas y componentes cerca de las fábricas, confiar menos en largas rutas de transporte barato, y volver a producir empleos cualificados en las áreas económicas donde se van a disfrutar sus bienes y servicios. La globalización tal vez haya hecho ya tope.
Durante unos años nos tocará apretar los dientes y aguantar el chaparrón: petróleo caro, coches eléctricos nuevos todavía sin alcanzar el corazón de mercado en términos de precio, infraestructura de recarga con sus agujeros de queso de Gruyere, escasez de combustibles alternativos bajos en carbono, inflación, etc. Nos toca vivir algo de escasez una vez más.
A la salida nos esperan los brotes verdes. Los principales fabricantes de automóviles están poniendo los ladrillos para que la segunda mitad de la década traiga producción masiva de vehículos eléctricos, baterías, chips, puntos de recarga, más energías renovables, soluciones de autoconsumo y digitales. Tal vez no todos necesitemos tener un coche en propiedad, pero podamos utilizarlo cuando haga falta. Quien dice coche, dice cualquier vehículo.
Estamos en trámites de separación con el petróleo y los países que lo producen. De forma progresiva se tendrán que ir acostumbrando a precios en descenso, una demanda menguante del «primer mundo» que afecte estructuralmente a sus economías, y nosotros a lo contrario, a aprovechar más recursos propios y de cercanía, y a decir au revoir al denostado oro negro.